jueves, 2 de junio de 2011

Cine para hartarse. Parte 2: El ojo, el paladar

Por Armando Coll

En la industria del cine, los temas definen géneros. Así tenemos el cinema noir, no propiamente condicionado por un tema pero sí por un género literario, derivación temática: el policial. Otros géneros que mucho abarcan podrían ser la comedia romántica o el filme de acción, o la película biográfica que llaman biopic.
Pero, el tema en el cine que se impone ante cualquier otra clasificación: el western (el cine que trata de pistoleros en el Far West) la road movie (el filme que transcurre en una carretera) los court films (las películas de jueces inflexibles, implacables fiscales y abnegados defensores). Y así hasta llegar a espurias categorías como los bloodshed films, de los que los chinos son especialistas con todo su arsenal de artes marciales, o los mature women films del llamado entretenimiento para adultos y que cuenta con un elenco de divas no por marginales menos deseadas por su público, desde luego, mayoritariamente masculino. En fin, la taxonomía fílmica es equivalente a la ociosidad de los críticos y fans.

La juntura de cine y gastronomía dio pie a un enorme acervo de foodie films.

El género irrumpió con toda su fuerza en la década de los 80: “Una estrella había nacido”, escribe Steve Zimmerman en su libro Food In Films, “pero no la clase de estrella que Hollywood producía en el apogeo de los años 30 y 40. Esta estrella tenía su estilo propio. Al fin, la industria del cine había descubierto el atractivo visual y estético de la comida, gloriosa comida, y empezó a rodar películas en las que la comida tenía un rol relevante, para dar nacimiento a un nuevo género: food films. Estas películas se caracterizan por planos de detalle de colorida fotografía, de apetitosos platos, que sin duda estimulan los sentidos del espectador. Pero como todos saben, en Hollywood, rara vez una estrella se hace de un día para otro”.

Con esta última frase, Zimmerman obsequia abreboca a las razones de por qué antes la comida había sido desestimada por los realizadores. Se cae de la mata el hecho que para hacer un acercamiento fílmico a las sensaciones gastronómicas, el séptimo arte, el “arte total” del que habló Canudo y más tarde Mijail Tarkovski, tenía que afinar sus recursos técnicos, en vista de que si algo se le tenía vedado era el poder conmover los sentidos del gusto y el olfato, tan caros a la buena mesa, los vinos y las golosinas.

Obvio que el cine mudo y en blanco y negro habría deslucido en la puesta en escena de los detalles de la alta cocina. Pero, con el tiempo, el audio y el color, y sus subsecuentes afinaciones como recurso expresivo sirvieron las equivalencias a los sabores y aromas de la experiencia gastronómica.


Luces, cámara y buen apetito

Si bien serían los avances de la máquina cinematográfica lo que esperaba el género Food Movies para florecer en los tardíos años 80 con obras como El banquete de Babette, el tema del banquete y la buena pitanza serviría a sátiras y comedias, que nunca el melodrama que alcanza una coloratura sofisticada en el filme Big Night (1996) ópera prima como guionistas y directores de los actores Stanly Tucci y Scott Campbell.

Un par de décadas antes, el excepcional comediante franco-español Louis de Funès, no sólo invitaba a la risa sino al buen apetito con su Le Grand Restaurante (1966), en el que interpreta a Monsiuer Septième, el propietario de un mesón de alto copete en París.

Tan magistral caricatura del mundillo de la haut cuisine en la Ciudad Luz, las rutinas, los rituales de un gran restorán francés, los ceñudos jurados de la Guía Michellin, no obstante, también sirve suculentas escenas entre los fogones.

El argumento del filme Big Night de Tucci y Campbell, con la participación especial del cantante Mark Anthony como pinche de cocina, un personaje paradójicamente silente nombrado Cristiano, trata de dos hermanos italianos, Primo y Secondo, que poseen una pequeña trattoria en algún desparramadero de Manhattan.

Primo cocina, Secondo atiende la sala, y a éste (Stanley Tucci) le toca mediar entre el apego de Primo a la cocina tradicional de su terruño, y los heteróclitos gustos de la tosca clientela del vecindario. Se escandaliza el buen cocinero Primo cuando alguna señora muy middle class americana desea acompañar un rissotto con ¡espaguetis con albóndigas! Mientras Secondo intenta persuadirlo de que complazca la clientela.

Quien la haya visto sabrá de qué va y cómo es que el cine invoca la añoranza papilar a través de recursos que apelan a otro sentido que no es el gusto. Y créalo, si no la ha visto, la secuencia de la preparación del timbal de pasta es probable que lo haga salivar y nada más correr los créditos
finales del filme correr a buscar la receta. Haga la prueba.

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